Cuando ya se
han vivido “unas cuantas” uno comienza la cuenta atrás desde el día 1 de enero
con un cúmulo de sentimientos encontrados. Como si contáramos las vueltas de la
noria, o las bajadas intempestivas de la montaña rusa. Como si uno esperase el
escobazo del tren de la bruja, o como si se quisiese dejar llevar a través del
Tío Vivo, sin pensar… sin analizar.. solo mirar vuelta tras vuelta las caras de
quienes nos miran esperando encontrar en la siguiente vuelta la cara de
nuestros amorosos padres para decirles adiós con la mano, pero ellos ya no
están… nadie nos saluda con la mano desde el público que observa el Tío Vivo.
Estos días,
uno tras otro, están destinados a pasar más o menos rápidos, dependiendo de
aquello que guardes en tu corazón. Comienza diciembre con un buen puente para
coger fuerzas y preparar la que está por caer. Quienes tenemos las horas del
día ocupados en “ganarnos la vida”, aprovechamos ese puente maravilloso para
sacar el espumillón, el árbol, las luces de colores. El Belén cada vez con más
polvo y también más cascado que hay que restaurar año tras año, y mientras una
coloca “las piezas” de la Navidad se da cuenta de que ya nada es lo que era…
Llegados a
este punto, cada uno se desenvuelve como “quiere”, como “puede” o “como le
dejan”. Unos se encapsulan y tratan de evitarlo. Otros se vuelven locos y
llenan la casa de color y sonidos. Los Villancicos que nos llegan a causar
fobia por repetitivos en centros comerciales y supermercados, pero eso sí, en
casa solo suenan “los que nos gustan”, los de verdad, los que nos enseñaron a
cantar de niños, el que cantaba el abuelo o el que nos recuerda una navidad muy
especial.
Ante todo
ese maquillaje, de “brilli-brilli” una se enfada y decide pasar de volver a
montar “el circo anual”, pero de repente piensa en los ojos de un niño. De ese
niño que un día fuimos y que no queremos que se marche. Ese niño que nos
recuerda el nieto del vecino cuando mira sin parpadear la gran bota de Papá
Noél que has colgado de tu balcón, o las luces de colores del árbol. Esa mirada
y esa sonrisa bien valen el esfuerzo de volver a sacar todo una vez más.
Solo por una mirada… Solo por una sonrisa limpia, inocente y sorprendida, una se compra un Papá Noel con música al que le cae la nieve, o una bola de cristal de la que salen villancicos interpretados con campanitas. Solo por una mirada, una saca la pandereta y la coloca en lugar de honor, para que permanezca allí los próximos días. Solo por una mirada inocente y sorprendida una monta el Belén en la entrada de casa, sabiendo que un día pasarán los niños del barrio a pedir el aguinaldo y mirarán con sorpresa las figuras que un día hiciste, hace ya muchos años…
Poco a poco irán pasando los días y se irán hundiendo los pensamientos de los
adultos. La falta de los seres queridos que ya no nos acompañan. Las
situaciones de peligro vividas en el último año.
Poco a poco
el dolor de los huesos se une con el dolor del alma cuando miras el Belén para
ver a Palestina en otro tiempo, sin querer ver la Palestina actual, pero a la
vez sin poderlo evitar.
Salen las
sonrisas para enterrar el dolor de las articulaciones y colocamos horquillas en
el pelo para evitar ver las canas, por no hablar de que algunos ya no comen
turrón “del duro” en navidad, porque les falta dentadura para hacerle frente.
En estos
días una intenta enterrar la tristeza, para vestirse de alegría. Intenta
enterrar el hacha de guerra para sacar la bandera de la Paz. Intenta pasar la Navidad, atravesar el umbral
del año nuevo y esperar la llegada de los Reyes para ver si hay alguna sorpresa
agradable que recibir. Hasta que por fin llega de nuevo San Raimundo de
Peñafort, patrón de los Juristas (7 de enero), para volver a poner el fiel en
la balanza y retornar a la vida, dejando tras de sí un nuevo intento de búsqueda
de la felicidad que nos volvió a dar como resultado la mirada y la sonrisa de
los niños, pero sobre todo de un niño… el que fuiste un día. Algo que será
suficiente para que el próximo año volvamos a comenzar de nuevo.
P. Moratilla
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